Los últimos 10 años han sido los mejores de mi vida. Ni los retos ni los momentos difíciles pueden superar la maravilla de convertirse en padre. Junto al reto llega la respuesta, junto a la dificultad llega la fortaleza. Y estos 10 años de ser padres, estos más de 10 años criando dos hijos con síndrome de Down han sido la enseñanza más grande y más profunda de nuestras vidas.
10 años atrás cuando el padre de mis hijos y yo nos convertimos en padres de Emir, el mundo a nuestro alrededor se encargó de ponernos a prueba, los juicios de ajenos y cercanos herían y limitaban. Uno siente que algo no encaja, y no es el hijo, no es el miedo, no es la circunstancia; es en cambio la impertinencia de quienes no respetan ese momento, tu momento como pareja, como familia.
Lo único que uno quiere es silencio para abrazar ese duelo sin juicios, un duelo que ningún padre quiere vivir ni aceptar, pero definitivamente un momento que nos conecta con nosotros mismos, que nos permite enfrentar nuestros temores, mirar a nuestros hijos a los ojos, abrazarlos a nuestros pechos, y prometerles que haremos lo mejor por ellos. Cuando el duelo ha pasado, literalmente has apartado de tu camino los prejuicios, has decidido mirar hacia adelante con positivismo.
Ya han pasado 10 años desde que nació Emir, y 7 desde que nació Ayelén. Cada año y cada etapa nos han ido transformando, hemos madurado. En los últimos dos años no me queda mucho que compartir acerca del síndrome de Down de mis hijos, pero infinitas e interminables historias de mis hijos como individuos. Como familia hemos definido la expectativa esencial y más importante de nuestras vidas: Ser felices y rodearnos de aquellos que quieren ser felices junto a nosotros!
Emir y Ayelén tienen una vida común y corriente. En la escuela ambos están exitosamente integrados, aunque en el camino hemos aprendido que no somos nosotros como padres quienes definimos sus necesidades, sino ellos mismos quienes se encargan de guiarnos y dejarnos saber dónde se sienten a gusto, y cuando están listos para dar el próximo paso. Su porcentaje de rendimiento comparado con otros es un tema que no nos interesa, sin embargo nos llena y nos motiva la emoción de verlos preparándose para la vida, listos, despiertos, seguros de si mismos.
Estamos criando líderes que no tienen miedo a hablar y exponer sus ideas, seres humanos con días buenos y días malos, personas que no se definen por resultados, sino que viven al máximo el proceso y se sienten vencedores a cada paso. Mis hijos no tienen apoyos académicos intensivos, ni terapias alternativas diarias; en cambio tienen un patio trasero gigantesco, un padre con el que juegan pelota, una madre a la que le encanta leerles todo el tiempo.
No soñamos con los títulos ni diplomas en las paredes, soñamos en cambio con la satisfacción de ayudarlos a identificar sus sueños, de verlos crecer caminando hacia su realización personal; queremos que sean felices, que se sientan completos.
Para llegar aquí hemos tenido que aprender muchas cosas y luchar muchas guerras personales con nosotros mismos, como pareja, como padres y como individuos; pero lo más importante que hemos tenido que aprender es que todos nosotros, ya sea como hijos, como padres y como seres humanos en general, tenemos nuestro propio ritmo, y no hay experiencia ajena que cambie o reemplace el proceso de aceptarnos, de entendernos, de celebrar nuestras habilidades y estar ahí para apoyarnos mutuamente en las debilidades y en los retos.
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