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Lo mejor que me ha pasado en la vida son mis hijos. Los amo con la vida, y todo lo que hago en esta vida lo hago por ellos, pero ni ellos son tan tiernos ni yo soy tan buena como parezco. Trato siempre de mantenerme positiva ante los retos, y desde pequeños les he enseñado a tener fe en si mismos y hacer su mejor esfuerzo, pero hay días en los que todos fallamos.

Fallo yo como madre, porque hay un momento en el que la sicología infantil pierda la lógica y es superada por la insufrible humanidad. El momento en el que literalmente uno siente un deseo intenso de jalarse los pelos, porque todo lo demás ya parece inútil. Con Ayelén, por ejemplo: Cada jueves cuando sale el sol, le pido a Dios que la ilumine para que por favor no me llegue con otra nota de mal comportamiento de la escuela, porque ya para ese día generalmente se me ha acabo la buena energía y tiendo a ignorar a los maestros. Aún así, pocas veces sucede.

Y si, es un tema genético, pero no de cromosomas, sino hereditario. Mi madre vivió lo mismo conmigo, y seguramente muchas veces deseó en silencio que mi hija sea igualita a mi para que yo las pague todas. Y aquí estamos. A veces es como si estuviera experimentado un “déjà vu” (el fenómeno de sentir que ya lo has vivido), con la única diferencia que ahora soy la que se sienta a la mesa con los maestros, mientras Ayelén me mira con el ceño fruncido, como diciendo: “No soy yo, son ellos.”

Aunque con Emir la historia es otra, y tengo la dicha de decir que se porta ejemplarmente el 98% del tiempo, que Dios nos ampare cuando se le acaba la buena vibra y  nos toca lidiar con un mal día. Quizás porque suceden con menor frecuencia o afloran en el momento menos inesperado, sus crisis me dejan exhausta, porque dentro de toda su madurez y ternura innata, ese pequeño hombre es cien veces más terco  que su hermana.

Eso también lo atribuyo a mi genética confusa. Porque al igual que él, yo invierto toda mi energía y positivismo en ser la mejor. Siempre estoy haciendo algo nuevo, me encanta hacer sentir bien a los demás y soy un libro abierto, pero cuando se me acaban las pilas, ni yo puedo conmigo misma.

Pero si ellos parecen tan buenos y todo tan perfecto.

Son buenos hijos, buenos hermanos, son cariñosos, detallistas y compasivos. Y todo parece perfecto porque cuando todos estamos de buen humor, sacamos un montón de fotos, pero cuando los días son oscuros ni nos acordamos de la cámara. Porque somos humanos, y como cualquier otro, tenemos nuestros propios retos, nuestras propias ideas, dramas incomprensibles para nosotros mismos y para quienes nos rodean. No se trata de discapacidad, sino de la capacidad de luchar por ser nosotros mismos y defender nuestro espacio, nuestras decisiones y caprichos.

El problema es que en el caso de ellos, inmediatamente y debido a su condición, tenemos la tendencia a culpar al cromosoma extra. Como padres, para justificarnos; como educadores, para salir más rápido del problema; como profesionales, para tratar de entender cómo una carencia puede explicar una consecuencia.

Y aquí es cuando yo no soy tan buena como parezco, porque hay días en los que realmente estoy agotada de tanta porquería. Estoy podrida de sentarme a la mesa con doce especialistas que intentan hacerme entender lo que mis hijos pueden y no pueden. Cansada de que dentro de las bajas expectativas que la gente tiene en relación a ellos, haya tanta hipocresía como para creer que tienen que ser perfectos para ganarse un espacio que les pertenece por derecho.

Como todo el mundo, a veces me pregunto si vale la pena tanto esfuerzo, o es mejor agarrar a mis hijos y a mis perros y mudarme a una granja mientras los educo en casa y disfrutamos de una vida orgánica y sin presiones mundanas. Al fin de cuentas, la soledad ha funcionado para los grandes maestros espirituales de todos los tiempos, porqué no para nosotros, incluidos mis perros. Y quizás ha funcionado para muchos, porque es prácticamente imposible lidiar con quienes no están en nuestro mismo estado mental , y peor aún, no tiene la intención de estarlo.

Pero bueno, ahora que nos hemos humanizado juntos y nos hemos desahogado, tratemos de cerrar la nota en buena onda. Ellos tienen sus berrinches como hijos, y nosotros tenemos los propios como padres. Ambos son totalmente válidos, y aunque no podemos evitarlos, tenemos que aprender a lidiar con ellos de manera positiva para dar el próximo paso.

Cuando actuamos desde el berrinche siempre nos equivocamos, así que es mejor retirarnos del juego, descansar, desahogarnos con alguien de confianza y sin juicios, y recargar las energías para volver más frescos y poderosos que nunca al juego.

¡Esto es la vida!

Eliana Tardio
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About Eliana Tardio

En este espacio Eliana comparte su pasión por un mundo inclusivo a través de las historias de integración natural de sus dos hijos, Emir y Ayelén, quienes crecen y desarrollan sus talentos como modelos de diferentes marcas internacionales. Viviendo con pasión, compasión y estilo; esta es una vida totalmente imperfecta que celebra pequeños grandes triunfos mientras interpreta las enseñanzas en los retos. Eliana fue nombrada el 2015 como Mejor Activista Latina en US gracias a Latinos in Social Media.

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