Si la “Diversidad” fuera una materia escolar nos evitaríamos muchos problemas en la vida. En vez de crecer cargados de prejuicios y atemorizados por las diferencias, entenderíamos que lo normal es ser diferentes, y que lo completamente absurdo es limitar nuestra individualidad tratando de encajar en lo que se considera típico.
Si todos entendiéramos que respetar el derecho personal de otros a tomar sus propias decisiones no afecta nuestros valores sino los fortalece, entonces sería más fácil para todos entender que con juicios a terceros no mejoramos nosotros mismos ni hacemos del mundo un lugar mejor. Lo único que conseguimos tratando de imponer nuestras creencias y nuestros valores, es justificar nuestra falta de empatía y tolerancia hacia los otros. Nunca desde nuestra individualidad tendremos todas las piezas para entender la vida de alguien más, a menos que estemos dispuestos a escuchar y aprender de sus experiencias con la mente y el corazón abierto.
Si nos enseñarán en la escuela que hay diferentes maneras de ser capaz, de amar y de existir, menos niños serían agredidos física y sociológicamente en las aulas y en los pasillos, en sus hogares y en sus comunidades. Pero cómo esperamos que los niños sepan que está bien y que está mal, si como padres no hacemos de esta enseñanza una prioridad porque pensamos que de algún modo al tener un hijo típico ya estamos “exentos” de esta tarea.
Ni nosotros como padres sabemos cómo hablar de diversidad, ni tampoco saben cómo hacerlo los educadores ni los líderes de nuestra comunidad. La triste realidad es que vivimos negados a la diversidad sin entender que no es una opción, sino la evolución natural y constante del mundo a medida que se expande.
Seguimos promoviendo la lástima y el rechazo diciéndole a nuestros hijos que la discapacidad es una enfermedad, que la homosexualidad es un pecado y que cualquier diferencia es una demostración de que hay algo equivocado. No nos damos cuenta de que todos esos conceptos terminarán haciéndonos daño, porque aunque no compartamos los mismos valores ni las mismas creencias, la vida es un círculo en el cual todos tarde o temprano tenemos que enfrentarnos a nuestros propios prejuicios.
Cuando educamos a nuestros hijos en temas de diversidad no sólo estamos tratando de crear armonía o de ofrecer empatía, también los estamos protegiendo porque los estamos preparando para lidiar con las situaciones inesperadas de la vida.
Hagamos conciencia y no empujemos a nuestros hijos a creer que el rechazo, el juicio y la intolerancia son valores de los que tienen que sentirse orgullos. Seamos honestos con nosotros mismos y tratemos por un par de minutos de ponernos en el lugar de los otros, porque sólo así entenderemos que lo que tememos nos limita, y lo que aprendemos nos libera.
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