En Febrero 26 del 2007, la enfermera la puso en mis brazos por primera vez, y me dijo, “También tiene síndrome de Down, pero está muy sana y es hermosa.” Mis ojos no podían creerlo, pero a pesar de ese cromosoma extra, era sencillamente perfecta.
Como la madre experimentada de un hijo con la misma condición, creí que ya lo sabía todo. Esperaba que sea igual a Emir: dulce, tranquila e indefensa. Pero no sólo llegó a revolucionar mi vida, pero también a acabar con mis prejuicios más inconscientes.
Ahí estaba ella llorando con total desesperación, y yo a su lado, llorando con ella sin la más mínima idea de lo que le pasaba o de cuál era su dolor. Cuando el doctor llegó, le pedí con un grito desesperado que haga algo por ella. Que le haga exámenes, que me explique porqué lloraba tanto. El doctor con tono calmado y mirada serena, me preguntó, “Has intentado darle formula, o leche de tarro?”
“Fórmula? Yo no alimento a mis hijos con leche de tarro, además acaba de comer.“ le respondí sollozando. Me dijo, “Tienes que ser consciente de que no todos los niños se sienten satisfechos sólo con leche materna, así que antes de hacer cualquier exámen, te recomiendo probar formula para saber si esa es la causa de su llanto. ”
La enfermera me dió una de esas botellitas para recién nacidos. La acerqué a los labios de Ayelén, y en cuestión de segundos se tomó dos onzas de leche y cayó dormida. En ese momento, con tan sólo unas horas de vida, Ayelén me enseñó dos lecciones que cambiaron mi vida,
La primera: Mamá, cada niño es único.
La segunda: Mama, gracias por tu leche y todo tu esfuerzo en amamantarme, pero no gracias. Soy el tipo de chica a la que le gustan las cosas embotelladas.
En menos de un día de existencia, su personalidad fuerte y determinada ya comenzaba a hacer historia. Y sin siquiera saberlo, me hizo darme cuenta de que yo no era tan experimentada, ni tan inteligente ni tan maravillosa como pensaba. Era una nueva madre una vez más, de un hijo único sin límites ni pronósticos de ningún tipo. Y este hijo era Ayelén, la alegría de mi vida.
Con Ayelén aprendí que la lucha de poderes es una realidad. Y que muchas veces, sin importar cuánta sicología y estrategias positivas de paternidad apliques, no hay forma de evitar los choques de personalidades entre dos personas que son mucho más parecidas que diferentes. Junto a ella he crecido, he madurado, y me he fascinado viéndome reflejada en un cuerpo tan pequeño y un actitud tan impetuosa.
Así que, haciendo a un lado el recuento de cromosomas, no hay nadie más parecido a mi que ella. Me veo en sus ojos, la amo con mi vida, y desde el día que nació hace ya más de nueve años atrás, me ha dado las lecciones más valiosas de la vida: La más importante, he aprendido a verme en ella y sentirme orgullosa de ser yo misma.
Una y otra vez me recuerda que la actitud cuenta, que la fortaleza es una decisión personal, y que todo el mundo, sin importar su condición, tiene el poder de liderar el cambio cuando está determinado a ser exitoso.
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