En nuestra comunidad de padres de hijos con discapacidad hay mucha controversia con respecto a diferentes temas. Qué si nuestros hijos son ángeles o no, qué si hay que llamar a su condición “discapacidad,” o si hace falta inventarse otra nueva palabra. Qué si está bien llorar o no cuando nacen. Que si son los sentimientos son una muestra de debilidad o rechazo, o en cambio un proceso natural que todos vivimos en mayor o menor intensidad.
Desde mi experiencia como madre, no existe la paternidad sin lágrimas. Al menos ese es mi caso. A lo largo de mi vida como madre he llorado por diferentes motivos.
- Al comienzo, porque me sentía abrumada y confundida ante la tarea de ser madre, y cada vez que algún nuevo diagnóstico o problema se asomaba, me mataba la angustia al sentir que nunca habrían buenas noticias y que nuestras vidas completas girarían por siempre alrededor del famoso e inesperado diagnóstico.
- Más adelante las lágrimas cambiaron de color porque comenzaron a cargarse de orgullo y sorpresa, y se convirtieron en el desahogo de tantos momentos de ansiedad e incertidumbre. Las lágrimas de “Si, se puede!”
- Doce años después y con la confianza y el aprendizaje que solo los años nos pueden otorgar, las lágrimas hoy asoman fruto de la pasión y de la inspiración que mis hijos provocan en mi vida. Están cargadas de emoción, de alegría y de esperanza. Son esas lágrimas de melancolía que dicen, “No puedo creer que seamos tan felices.”
¿Cuánto tiempo toma superar los temores y que las lágrimas aprendan a reír?
En el camino de enseñarle a las lágrimas a reír hay que no sólo enfocarnos en la sorpresa y la incertidumbre que puede causar un diagnóstico inesperado. Como seres humanos tenemos que analizar que hay detrás de esas lágrimas para poder trabajar en nuestros retos personales, enfrentar nuestros temores y tomar acción hacia las inseguridades que nos aquejan.
Así como nadie puede definir el futuro ni las capacidades de nuestros hijos sin importar su condición, nadie puede determinar cuánto tiempo tomará superar el duelo natural que la mayoría de los padres viven cuando sus hijos nacen o son diagnosticados con una discapacidad. Y no hay tiempo correcto ni perfecto.
Sin embargo, mi consejo personal es el siguiente:
- Mientras más rápido enfrentes tus temores, más fácil será retomar tu vida. Para enfrentar tus temores necesitas hacerte el propósito de educarte a ti mismo y convertirte en el mejor defensor de tu hijo.
- Mientras más te enfoques en las capacidades, más fácil será sobreponerte a la discapacidad. No hay malas palabras, en cambio, somos nosotros los que enfocados en nuestra percepción de las mismas les asignamos un significado.
- Mientras más trabajes en ti mismo como padre, más buena energía tendrás para ofrecerle a tu hijo mientras aprendes a enfocarla en las cosas que de verdad importan: en verlo feliz. No vale la pena vivir para quejarse, hay que vivir para encontrar soluciones.
- Mientras más sincero seas contigo mismo y mientras más cerca estés de tu humanidad y de la de tu hijo aceptarás con más naturalidad la vida, sus retos y sus increíbles triunfos. No te quites ni le quites mérito ni oportunidades a tu hijo idealizando o disminuyendo su individualidad.
En conclusión, ni la ausencia de lágrimas es reflejo de superioridad ni perfección, ni existe una respuesta para todos. Con los años uno se vuelve más fuerte y más valiente, pero uno nunca deja de llorar, de enfrentar retos, o de sentir a veces que no ha hecho lo correcto. Ser padres nos humaniza, pero al mismo tiempo también nos fortalece y nos capacita.
¡Qué tus lágrimas estén cargadas de motivación, de alegría, de fe, y de compromiso con los que amas!
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