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Amamos a nuestros hijos porque son nuestros. Es más, amamos a los que amamos porque tenemos una conexión individual con ellos. Porque nos hacen sentir únicos y nos hacen sentir perfectos en nuestras imperfecciones.

Los amamos porque entendemos sus necesidades y nos sentimos capaces de influir en sus vidas. Podemos hacerlos reír y tenemos el poder de hacer que paren de llorar.

Los amamos porque muchas veces son ellos los que pueden cubrir las nuestras para recodarnos que no estamos solos y que en nuestra fragilidad humana el amor nos ennoblece, nos motiva y nos empodera.

Amamos a nuestros hijos sin importar su condición, sus defectos, sus virtudes, sus errores y sus triunfos. Los amamos porque son nuestros. Porque nacieron de nosotros, y porque creyendo en ellos creemos en nosotros mismos.

No necesitan ser fuera de este mundo para amarlos ni para ser amados

No necesitan ser niños eternos, ni andar por la vida repartiendo besos y abrazos para ser aceptados. No necesitan renunciar a su humanidad para ser bienvenidos. Todo lo contrario, necesitan fortalecerse en la vida de la manera más natural posible, siendo tratados con las mismas expectativas, amor y respeto con las que un padre trata a un hijo.

Ni más, ni menos. Porque otra realidad que nubla la objetividad es la tendencia a creer que hay que ser mejores para ser buenos padres para ellos. En la paternidad no hay plan establecido y con cada hijo, cada padre ajusta su ritmo. Y es que ni ellos necesitan ser fuera de este mundo para amarlos, ni nosotros tampoco para que nos amen.

Por eso, para que sigan creciendo y crezcan seguros, felices y capaces, tenemos que renunciar a la fantasía de creer que no tienen malicia y de que de que sus actos y comportamientos no tienen consecuencias porque son “especiales.” La vida está en función de la ley de causa y efecto.

Y la consecuencia más terrible y dolorosa de utilizar el diagnóstico como una excusa para justificar nuestras propias limitaciones como padres, es presenciar como nuestro hijo, la persona que más amamos o deberíamos amar, es excluida, es maltratada, y es minimizada sin oportunidad de ser reconocida como un ser humano como todos, con derechos y responsabilidades.

No necesitan ser fuera de este mundo para ganarse la admiración y el respeto de los demás. Para eso necesitan hacer su mayor esfuerzo y fortalecer sus habilidades. Como padres, tampoco necesitamos santificarnos ni victimizarnos para que la gente idealice nuestras vidas, como que no fuera natural amar a un hijo y hacer hasta lo imposible por verlo feliz y por verlo crecer siendo el más capaz dentro de sus propias capacidades.

Sinceramente no necesitan que todo el mundo los ame, sino que la gente los respete. Todo parte de ahí. Porque es ilógico pensar que algún día como individuos seremos amados o adorados por todos.

Y por eso es que luchamos por derechos que en vez de darnos adoración inmediata, nos darán protección constante.

Es normal ser aceptado por unos y rechazado por otros. Es normal hacer la tarea de presentarnos como individuos al mundo y tener que completar cada uno de los pasos que permiten que los demás nos definan e identifiquen como tales. Y no sólo es normal, es nuestro derecho y la herramienta que nos permite crecer. Tratando de ahorrarles este proceso a nuestros hijos los deshumanizamos, los limitamos, les robamos el derecho de ser.

También es nuestro derecho y es totalmente normal que como padres, decidamos renunciar a este derecho y tomemos la decisión de querer que nuestros hijos sean percibidos como personas fuera de este mundo para facilitar su aceptación. Y aunque es nuestra decisión y nadie tiene porque juzgarnos por ella, tomémosla de manera educada y oportuna entendiendo de antemano el camino que nos espera.

  1. La idealización abre la puerta a la exclusión, porque basados en la idealización es que se crean mundos paralelos “especiales” que sólo tienen una puerta de ingreso que generalmente segrega a nuestros hijos en espacios limitados y pequeños.
  2. La normalización de la discapacidad nos enfrenta a la dura tarea de que quitarles las etiquetas y asumir el propósito de convertirnos en los líderes que educan y no se conforman. La normalización abre la puerta a la inclusión, una puerta a un mundo sin límites.

Esa es la puerta a la luz y a la libertad hacia una vida típica, común y corriente, que por cierto no será fácil, porque nada bueno es fácil en la vida. Una vida en el cual no necesitan ser fuera de este mundo para ser amados , porque lo único que necesitan es ser ellos mismos. En mi opinión, ese es el verdadero amor.

Eliana Tardio
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About Eliana Tardio

En este espacio Eliana comparte su pasión por un mundo inclusivo a través de las historias de integración natural de sus dos hijos, Emir y Ayelén, quienes crecen y desarrollan sus talentos como modelos de diferentes marcas internacionales. Viviendo con pasión, compasión y estilo; esta es una vida totalmente imperfecta que celebra pequeños grandes triunfos mientras interpreta las enseñanzas en los retos. Eliana fue nombrada el 2015 como Mejor Activista Latina en US gracias a Latinos in Social Media.

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