Siempre que la gente se entera que soy divorciada y soy madre de dos hijos con síndrome de Down, inmediatamente asumen que mi fracaso matrimonial es resultado de la intempestiva llegada de dos hijos que requieren mucha más atención de lo normal. “Es normal que los hijos de padres con discapacidad se divorcien,” siempre me dice la gente. Pero yo no creo que sea así, y tampoco creo que debería ser así.
No se puede negar que cuando como pareja uno se entera que el hijo que tanto esperabas tiene una discapacidad, obviamente el piso tiembla debajo de tus pies porque llegan las preocupaciones naturales de cómo cubrimos sus necesidades especiales, quién se queda en casa, cómo nos ajustamos ahora que uno tendrá que trabajar más, etc. La lista es interminable. Pero es también cierto que cuando las parejas son estables, pese a la circunstancia crítica que enfrenten reconocen el milagro de la vida y pese al reto de la condición, se fortalecen en la tarea y encuentran un punto intermedio desde el cual luchan juntos por el bienestar de sus hijos. Eso es lo ideal, pero no siempre sucede.
Creo que me encuentro en el momento de mi vida en el cual abierta y honestamente puedo decir que ni la discapacidad de mis hijos fue el motivo del fin de mi etapa como pareja, y que ninguno de los dos tuvo la culpa. Ninguno en realidad, porque como pasa con todo el mundo, tal vez adoptamos un compromiso que no podíamos cumplir totalmente conscientes de nuestra incompatibilidad desde un principio, pero porque el amor es ciego e inmaduro, uno cree que el amor eventualmente podrá reparar las diferencias, y ciertamente no es así. Puede que la circunstancia haya hecho más obvia la realidad, pero no fue la causa real.
También es totalmente real que cuando uno es bendecido con hijos con necesidades especiales, la vida cambia completamente y la relación de pareja, lamentablemente, pasa a segundo plano. Y si, que me cuenten cuentos acerca de cómo uno es el asesino del amor por descuidar a la pareja. En la vida real, en ningún momento uno se necesita tanto mutuamente como cuando uno tiene un hijo con discapacidad. Uno quiere ser cuidado, amado, y aceptado sin juicios, y el compromiso debe ser honesto y desinteresado para entender que habrán tiempos mejores en los que podremos retomar nuestras prioridades como pareja porque por el momento necesitamos ser primero padres.
Seamos sinceros, aunque el próximo concepto sea sexista o sea un estereotipo clavado en la sociedad relacionado a nuestra crianza y bases culturales, la madre es generalmente la que pone encima de ella toda la presión. La mayoría de las veces es la madre la que corre de arriba abajo, la que se integra en todo lo relacionado a la discapacidad y se convierte en el abogado, en el terapeuta, en el regente del hogar. Y en un punto la madre se olvida de ser mujer, y no es su culpa, porque todo sería diferente si no estuviera tan agotada de hacer el trabajo de dos.
¿Somos las madres las culpables por no pedir ayuda a nuestras parejas?
No tengo la respuesta correcta que aplique a todo el mundo, pero en mi caso, tengo que reconocer que no se cómo pedir ayuda porque siempre pienso que nadie lo puede hacer mejor que yo. Podría culparme por eso, pero también creo que es justo compartir la culpa y asumir que el otro padre no debe esperar a ser invitado a la tarea, sino asumirla con la misma pasión, si su intención es encontrar el balance necesario. La realidad es una, y negarnos a involucrarnos no hace que la crisis desaparezca. Hay que tomar acción.
No se si algún día volveré a ser pareja, porque ciertamente no se si en mi vida hay tiempo para comenzar de nuevo, y si mis circunstancias me lo permiten. Mi prioridad son mis hijos y sigo debatiendo conmigo misma si tengo la disposición, o quizás el derecho de dividir mi amor y atención con alguien más. Pero algo que si se, es que si algún día me doy la oportunidad o la oportunidad toca a mi puerta, aprendí algo muy valioso que quiero compartir con otras mujeres:
“Mantener viva una pareja es una tarea de dos, y para hacer feliz a otra persona nunca deberíamos ponernos en segundo lugar, y así como damos, con el mismo amor tenemos que esperar recibir a cambio. No nacimos para ser santas ni abnegadas, somos personas como todas que merecen amor, respeto, y apoyo. Cuando uno se convierte en padre, el amor se transforma y además de amar al individuo como pareja, nos enamoramos de su rol como padre. Y el rol más valioso como padres es responsabilidad compartida para que el amor siga vivo.”
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