La vida es el viaje más incierto e increíble. Todos deberíamos disfrutarla al máximo y experimentar el éxtasis y la satisfacción plena de saber que no existimos por coincidencia. Personalmente, mi vida no fue la mejor vida del mundo. Mi vida como niña fue tremendamente triste. Crecí viendo de cerca el dolor y la muerte. No sé por qué pero en mi familia hubo mucha enfermedad y mucho sufrimiento.
De eso aprendí que como niño, uno es fruto de su entorno. Uno es frágil y todo lo que conoce y entiende es lo que uno vive diariamente. A pesar del inevitable dolor que rodeó mi vida debido a la enfermedad terminal de mi madre, también crecí con un deseo increíble de sobreponerme a las circunstancias inevitables que nos golpean y nos moldean para bien o para mal. Eso no lo aprendí sola, lo aprendí del ejemplo de mi madre, quien a pesar de muchas veces no dejarme llorar, me enseñó a entender que aunque hay momentos en la vida en los cuales las lágrimas van a rodar por tus mejillas, no pueden ni deben nunca paralizarte para seguir viviendo y luchando hasta el último día.
Cuando me convertí en madre por primer vez hace 13 años atrás, y luego por segunda vez tres años después, el sentimiento de enfrentamiento con esa realidad inevitable de saber que una vez más la vida me ponía a prueba al conocer la condición de mis hijos, puso mi vida en perspectiva y de repente todo el dolor que había arrastrado de mis años de niñez y juventud se convirtió en fortaleza porque finalmente entendí la diferencia: Uno elige ser feliz o infeliz, uno elige cambiar el mundo o someterse a sus reglas, uno puede morir porque ya no le queda vida y decidir vivir hasta el último segundo, o uno puede tener vida y decidir morir porque no tiene la pasión para vivirla.
Nunca me atrevería a decir que la vida es fácil
La vida no es fácil y cada vida está cargada de experiencias que uno quiere revivir y de otras que uno no quisiera volver a recordar. No todos tenemos la fuerza interna para enfrentar nuestros propios demonios, aun cuando aparentemente seamos implacables o indiferentes. Todos actuamos y reaccionamos ante la vida y sus retos de modos completamente distintos, pero no es hasta que el amor verdadero nos toca, que tenemos la oportunidad de transformamos, de encontrar el camino, y de curarnos a nosotros mismos.
Hace trece años mi vida cambió para siempre cuando vi el milagro de la vida materializarse en el nacimiento de mi hijo Emir, tres años más tarde cuando mi hija Ayelén nació, entre toda la confusión y angustia de conocer su diagnóstico sentí en mi corazón el peso y la satisfacción del compromiso del amor. Es un sentimiento que a veces me quita el aliento y me apreta el pecho, que me presiona, me empuja, y me motiva a darlo todo por ellos. También es el premio, y la felicidad inmensa que me libera y me hace sentir el ser humano más bendecido del mundo cuando los observo y veo en cada uno de sus trazos la obra más perfecta de Dios.
Tengo 39 años, y sin etiquetas, sin orgullo, y sabiendo que aunque siento que lo tengo todo, todavía me falta mucho.. nunca había sido tan feliz. Me siento increíblemente orgullosa de tener el poder de hacer felices a mis hijos. De darles esta vida en la que están creciendo como niños, entre risas, entre juegos, en un mundo que aunque no siempre los reconoce como individuos a primera vista, siempre nos ofrece la oportunidad de crear una segunda oportunidad para que la gente los pueda ver como lo que son, Emir y Ayelén.
Nunca había sido tan feliz, porque cuando era niña crecí sintiendo que hiciera lo que hiciera nunca iba a tener el poder de cambiar el destino de mi madre. Me rendí a la idea de saber que sin importar si era buena o mala, mi madre tarde o temprano se iba a ir, y en mi corazón y mi alma iba a seguir muriendo cada vez que la extrañaba o la necesitaba y no la podía ver, o no la podía tocar. Hoy que mi corazón está curada, la escucho, la siento, la abrazo.
Cuando mis hijos nacieron, y a pesar de su condición, gracias a su amor descubrí el poder. El poder de cambiar cada día con mis decisiones, con mis actos, con mi deseo de ser mejor por ellos y para ellos. Copiando de su inocencia y ganas de vivir, aprendí a vivir la vida al máximo, a tomar riesgos, a hablar aunque muchos no me entiendan, a creer en mis ideas y a luchar por un mundo de valores donde los valores no se conviertan en la excusa para juzgar, herir, o lastimar al que piensa diferente, vive diferente, o ama diferente.
Sin etiquetas, nunca había sido tan feliz, y le deseo a todos los seres humanos del mundo que algún vez han vivido el dolor, la impotencia, y la frustración de primera mano, que puedan descubrir en el verdadero amor la magia de ganar el poder de amarnos los unos a los otros para recuperar la misión, la visión, y la pasión por la vida. Que Dios bendiga nuestras vidas para reconocer la felicidad aun en los momentos más inciertos y difíciles.