En uno de mis foros leí a una madre compartiendo lo difícil que puede ser la vida cuando crías niños con necesidades especiales. Sus palabras exactas fueron: “A veces no sé si estoy haciendo lo suficiente, y al mismo tiempo, no puedo hacer más porque para poder cubrir las necesidades especiales de mi hijo no puedo dejar de trabajar.” Por un par de segundos sentí como leyendo mis propios pensamientos en esos días cuando me siento abrumada y estresada en mi rol de madre. A veces nada parece ser suficiente sin importar cuánto esfuerzo invierta en las cosas y todo lo que quiero es desahogarme y compartirlo con alguien que me entienda. Realmente no estoy pidiendo consejo, sólo busco a alguien honesto y valiente que me diga “Yo también.”
Sin embargo, y por alguna extraña razón, es realmente difícil recibir ese tipo de comentarios honestos. La mayoría de las veces como madres, cuando mostramos vulnerabilidad y abrimos nuestros corazones para mostrar inseguridad, en lugar de recibir empatía recibimos consejos no solicitados, o incluso peor, juicios malintencionados que disminuyen y ridiculizan nuestros sentimientos. En contra parte, muchas otras veces se nos pide que dejemos todo en las manos de Dios. ¿De verdad? Creo en el amor de Dios pero soy muy consciente de que Él no resuelve nuestras necesidades o desafíos a menos que tomemos el control y usemos nuestro libre albedrío para elegir seguir luchando o simplemente darnos por vencidos. La fé que elevamos en oración es la fé que nos inyectamos en el pecho y en el alma para cargarnos de valor y actuar.
Ser el padre de un hijo con necesidades especiales nunca es una tarea fácil. Estoy de acuerdo en que cada hijos tiene sus propios desafíos, pero seamos honestos, las necesidades de un hijo con necesidades especiales son más grandes y no siempre fáciles de cumplir, así que no comparemos lo incomparable. Por eso quiero que los padres sepan que sí, que como padres que crían hijos con necesidades especiales, tenemos derecho a caer, tenemos derecho a llorar, pero nunca debemos perder la fe y nunca debemos olvidar que nuestros hijos dependen plenamente de nosotros y de nuestra decisión de seguir o caer. Una de las mejores maneras de normalizar y aceptar estos sentimientos es decirlo en voz alta:
“Estoy cansado”, “No sé qué hacer”, “Estoy perdido y asustado” y el más importante, “Necesito ayuda.”
Ese es el momento en que los que amamos deberían intervenir y ayudar. A veces la intervención es tan simple como escuchar. A veces el papel de estos seres amados debería ser comenzar esas conversaciones que no queremos tener o estamos evitando por temor. Con tacto y amor tienen que ayudarnos para que podamos abrirnos y expresarnos sin culpa ni vergüenza. Como padres; hermanos y hermanas que viven la misma circunstancia; debemos ser lo suficientemente valientes como para decir: “Yo también he vivido eso.” Con esa frase simple damos a los demás el permiso para ser humanos, para sentirse comprendidos y para creer que serán lo suficientemente fuertes para seguir caminando y avanzar por el amor por sus hijos.
Gracias a las personas más valientes e inspiradoras que conozco, mis verdaderos amigos. Tengo muy pocos pero los amo profundamente. Estos son los que siempre están dispuestos a empatizar incluso con mis sentimientos más complejos, con mis inseguridades más profundas, y son los que me conocen lo suficientemente bien como para amarme profundamente a pesar de mis defectos. Creo que pocas personas conocen y entienden el milagro que la verdadera amistad es. Cuán poderosas y consoladoras pueden ser las palabras en tiempos de crisis, y cuánto podemos hacer y cuántos podemos curar cuando decimos “yo también.”