Dirán los padres que como tales no tenemos prejuicios y que los prejuicios los tiene el mundo. Como padres pocas veces reflexionamos acerca de nuestros propios prejuicios y de cómo nuestra actitud limita el futuro de nuestros hijos. Es fácil confundir prejuicio y protección, por ejemplo, uno muy típico que rodea a nuestra comunidad: el prejuicio relacionado a la discapacidad. Podría citar miles de ejemplos que he tenido la oportunidad de escuchar y leer a lo largo de la vida, pero uno muy popular es sel siguiente: “Mi hijo no tiene una discapacidad. Es especial.” ¿Cómo esperamos que nuestro hijo sea aceptado por los demás si todavía no hemos digerido lo más básico que es que vive con una discapacidad?
Los padres defienden a capa y espada el uso de palabras como: “especial,” “capacidades diferentes,” y así mucho más, sin embargo, ninguna de estas palabras está incluída en la ley, ni ninguna de estas palabras crea ni oportunidades de inclusión ni de mejores servicios. Muchos otros padres defienden su posición diciendo que la palabra discapacidad habla de disminución. Efectivamente, cuando se vive con una discapacidad hay una disminución de capacidad en relación al individuo típico y es por eso la palabra es una herramienta para luchar por que esa disminución sea reconocida y así, los gobiernos del mundo entero inviertan dinero y servicios que permitirán a la persona con discapacidad ganar las herramientas de accesibilidad que generarán su inclusión en la sociedad con sus propias capacidades.
Para ponerlo más claro, utilicemos un ejemplo sencillo. Si una persona tiene una discapacidad física que le impide mover las piernas y por tanto necesita una silla de ruedas para movilizarse, no podemos negar su discapacidad ignorando su necesidad inmediata de movilidad o decidiendo cargarla en nuestras brazos el resto de la vida para que no tenga que utilizar la silla de ruedas.
Aceptando su discapacidad es que creamos accesibilidad exigiendo que las aceras sean lo suficientemente amplias, que existan las rampas adecuadas para que pueda acceder a todos los lugares que el resto de la población accede, que los seguros médicos acepten sus necesidades médicas y por tanto, las cubran para que la persona pueda movilizarse a través de herramientas de asistencia. Diciendo que es “especial” o que tiene “capacidades diferentes” no ayudamos a que esta persona reclame su derecho a adaptaciones y modificaciones adecuadas y que por tanto, active su derecho a servicios equitativos que le darán el mismo acceso con sus propias capacidades. No es tan difícil de entenderse, ¿cierto? Lo mismo aplica a todas las discapacidades, independientemente de si son físicas, intelectuales, mentales, si son visibles o no.
Hay que aprender a luchar nuestras guerras desde la objetividad y el conocimiento porque atrincherarnos en el prejuicio no nos llevará a ninguna parte, todo lo contrario, seguirá reforzando los estigmas y estereotipos que limitan la inclusión natural de las personas con discapacidad. ¿Qué quiero decir? Por ejemplo, la necesidad inconsciente del padre de demostrar que su hijo es mejor que otras personas con la misma condición para reclamar su espacio inclusivo. O peor aún, la limitación que los padres imponen en sus propios hijos cuando al no poder hacer lo que todos los demás, se convierte en la justificación para conformarse con poco o nada para ellos. “No lo incluyo porque no habla,” “no lo incluyo porque es un angelito y cualquiera lo puede herir.” En ningún momento se trata de lanzarlo a los leones, pero si después de aceptar que tiene una discapacidad y entender como la discapacidad afecta su inclusión, trabajar para llenar esos vacios y darle la oportunidad de vivir la vida más típica posible.
Creo que la realidad más impactante de este camino es reconocer que no tenemos poder sobre el mundo allá afuera, pero al mismo tiempo el motivador más poderoso y real es saber que cambiando lo de dentro hacemos un impacto real en el modo en el que el mundo percibe a nuestros hijos.