Creo que una de las habilidades más fascinantes de la vida es la capacidad de auto-análisis. Para alcanzarla tenemos que ser objetivos, honestos, y estar dispuestos a descubrir y aceptar cosas de nosotros mismos que no siempre nos van a gustar. O, podemos decidir vivir sin pensar, dejar que los días pasen, y culpar al destino o a la suerte del resultado de nuestras vidas, y si somos padres, de las de nuestros hijos. Y es que nuestros hijos son el fiel relejo de nosotros, sus padres.
El vocabulario de nuestros hijos son todas y cada una de las palabras que han aprendido de nosotros. Su modo de actuar y presentarse al mundo es modelado por nuestro modo de actuar y el modo en el cual nosotros nos presentamos al mundo. Todo lo que sueñan, en lo que creen, y de lo que se sienten merecedores en la vida lo han aprendido cada vez que los empujamos a soñar, a creer, y a sentirse dignos de ello. Lamentablemente también aplica en el sentido contrario. Difícilmente un individuo saldrá a la vida a exigir lo mejor si nunca fue tratado con amor y respeto en su propio hogar.
También cuando hablamos de aprender a ser positivos y negativos, también de nosotros como padres depende cómo nuestros hijos aprenderán a enfrentar y responder a situaciones comunes y situaciones inesperadas. Cada vez que renegamos, maldecimos, nos quejamos y nos victimizamos les estamos enseñando algo. Cada vez que aceptamos, actuamos, rescatamos la enseñanza hasta en lo más oscuro, les estamos enviando un mensaje.
Ni que se diga cuando nuestros hijos en respuesta a circunstancias únicas como discapacidad, no tienen una voz o desarrollo típico. Muchas veces dependerán más de nosotros que un hijo típico. Pasarán más tiempo cerca o necesitarán más apoyo. Su mundo social será más limitado debido a un millón de retos que hacen que su mundo sea más pequeño y sus iniciativas más controladas. En esas situaciones únicas el niño tendrá todavía una influencia mayor de su entorno directo, y de que cada acto de sus padres en relación a sus necesidades, el niño aprenderá su valor y su espacio en el mundo.
Son quince años criando a Emir y doce criando a Ayelén, mis dos hijos. Mis dos hijos con síndrome de Down. Son miles de experiencias las que podría compartir alrededor de todo lo que hemos vivido para alcanzar la inclusión a nivel social y académica. Todo se ve lindo desde fuera, pero han sido muchas las veces en las que he dudado, que he llorado, en las que me he sentido impotente o vulnerable ante el mundo. Han sido muchas y las considero naturales y necesarias para activarnos y comprometernos con esta gran responsabilidad de aceptar que nuestros hijos son reflejo de nosotros mismos y de nuestros actos.
Cuando parece que el mundo allá afuera es demasiado difícil, la careta de invencibles o perfectos no soluciona nada, solo maquilla la impotencia. En cambio, la honestidad con nosotros mismos, la humildad de reconocer que aunque nunca lo sabremos todo podemos seguir aprendiendo cada día, y la fortaleza que nos activa con tan sólo mirarlos a los ojos para recordar que dependen de nosotros, nos carga de valor para levantarnos y en nombre del amor enfrentar los retos, analizarlos, tomar acción y enseñarles con nuestro ejemplo que aunque nunca será fácil, luchar por ellos siempre valdrá la pena. No hay otro modo de demostrarles cuánto los amamos y no hay mejor manera de enseñarles que ellos también pueden y sobre todo, que se merecen lo mejor del mundo y no deben nunca conformarse con menos de lo que merecen.