Uno de los grandes debates en nuestra comunidad de familias con hijos con discapacidad rueda en torno a la inclusión y la segregación. Muchos aseguran que la inclusión no funciona. A veces resultado de malas experiencias personales y otras como respuesta directa a las creencias adoptadas del entorno.
Al respecto, para mí siempre es importante recordarles a los padres que como tales, tienen el derecho de tomar las decisiones que consideren más apropiadas para sus hijos, y para eso no tienen que justificarlas ni tampoco tratar de limitar la oportunidad del resto de caminar su propio sendero y sacar sus propias conclusiones. Dicho esto, algo que tenemos que tener claro es que la comodidad no genera progreso ni tampoco enseña resiliencia, así que pro-inclusión o a favor de escuela especial o aula separada, asegurémonos de mantener los ojos en el premio: el progreso de nuestros hijos de modo integral.
Personalmente para mí la inclusión es la herramienta más natural de desarrollo. Creo que desilusiona a muchos quienes la quieren utilizar o implementar como la cura a los retos de aprendizaje o como una solución fácil a los retos de integración o adaptación en el entorno típico. La inclusión es compleja y no porque un estudiante esté incluido académicamente significa que va a aprender al ritmo de los demás, y tampoco significa que porque esté en aula común, milagrosamente desaparecerán sus retos personales y que mágicamente todo a su alrededor se adaptará a ella o a él. Entrar es sólo el comienzo. El verdadero trabajo es adaptar y modificar al grado de crear inclusión.
Y volviendo al título de este artículo, algo que tenemos que tener claro es que la inclusión incomoda al estudiante, al maestro, al padre, a los compañeros, y al entorno en general. Crea incomodidad, frustración, ansiedad, y un millón de sentimientos molestos que son justamente los que mal digeridos nos hacen creer que la inclusión no funciona. Sin embargo, cuando los analizamos, los utilizamos como base para crear cambios e implementar las adaptaciones y las modificaciones adecuadas, la incomodidad es lo que genera progreso no sólo para el estudiante con discapacidad sino para todos alrededor, ya que los maestros progresan, los padres progresan, los compañeros progresas, el entorno crece y se vuelve resiliente, se motiva, se fortalece y se transforma.
Nuestro esfuerzo personal se engrandece provocando un cambio que está enfocado en el estudiante con discapacidad, nuestro hijo, pero que provoca olas transformadoras haciendo de la inclusión una realidad a niveles mucho más altos. La evolución en la vida no es el resultado de la comodidad ni las decisiones más fáciles. La evolución es el proceso engrandecedor que se alcanza una vez hemos superado los retos para transformar nuestras mentes y así afectar positivamente a nuestro alrededor. La evolución es un compromiso de comunidad y sólo sucede cuando entendemos que para avanzar tenemos que remar todos hacia el mismo objetivo. Mientras más seamos más fácil será llegar. Y así si alguien se cansa en el camino, siempre tendrá una mano amiga para seguirlo empujando.
La comodidad no genera progreso porque el individuo nunca enfrenta retos reales y por tanto, no se siente motivado a utilizar sus habilidades ni desarrollar pensamiento crítico. Estas son habilidades que como dice el dicho, “se aprenden en la cancha.” Y lamentablemente si tenemos temor de la escuela, que aunque no siempre, es sin duda uno de los ambientes más seguros para aprender, no podemos esperar que en el futuro en la vida, en la calle, en el barrio, y en el mundo, el individuo desarrolle estas habilidades mágicamente. La resiliencia para todos es el fruto de los retos. No le quitemos a nuestros hijos con discapacidad estas oportunidades naturales de crecer y adaptarse, mientras el mundo aprende a respetarlos y a adaptarse a ellos.