Como padres de hijos con discapacidad o cómo personas con discapacidad o personas típicas en general, quién no ha pasado por el confuso momento de querer borrar por arte de magia los retos o negar su existencia apoyados en construcciones sociales que nos empujan a creer que la perfección es la meta y que si empujamos lo suficientemente fuerte podremos sobreponernos a nuestros propios límites creando una raza superior que no se rinde ni se somete.
Para mi entender la diferencia entre rendirse y aceptar con amor y fe ha sido un camino largo. Creo que como todo el mundo empecé mi camino criando a mis dos hijos confundida e influenciada por los miles de mensajes que el mundo lanza incansablemente. Yo también quería que no se les notará, yo también pasé por una etapa obsesiva en la cual creía que encontraría la “cura” que haría que aprendan como los otros y que sean como todos. En mi corazón y como pasa con la mayoría de los padres, “el fin justificaba los medios” y la meta era hacer todos los sacrificios necesarios para que “no sufran”.
Y es que sin darme cuenta mis creencias y valores estaban cargados de prejuicios y estigmas que anulaban mi capacidad de aceptar la discapacidad como una manifestación digna y natural de la vida. Sin darme cuenta había puesto sobre mi una carga absurda y vacía. Me había auto-coronado como un súper héroe y en mi intento de incluir a mis hijos me había excluido del mundo real. Quería que todo cambie allá afuera pero había obviado lo más importante: solo podemos crear cambios cuando hemos cambiado lo suficiente para predicar con el ejemplo y cuando aprendemos a soltar para renacer en amor y agradecimiento para crecer.
La capacidad de aceptar la existencia de la discapacidad para mi es la clave de la felicidad en esta circunstancia. La aceptación de la diversidad nos libera de ese estado constante de frustración que nos pone a la defensiva desde una posición en la cual creemos saberlo todo basados en lo que llamamos “valores” o “creencias”. Si estos valores nos vuelven personas inflexibles cargadas de juicios, estamos tremendamente confundidos. Los valores nos permiten crecer y aprender a pensar de modos diferentes utilizando nuestra capacidad de escuchar con la mente y el corazón abierto, en vez de hablar u opinar desde el desconocimiento o lo limitado de nuestra experiencia individual.
Las diferencias son naturales y para ser no necesitamos ser igual que todos así como para que alguien sea no necesita de nuestra bendición ni aprobación. Todos somos seres completos y en aceptarnos en nuestra humanidad está el crecimiento. Hay límites humanos que no podemos ni necesitamos superar para ganar un valor. En nuestra capacidad de aceptarnos y transformarnos continuamente está la habilidad ilimitada de evolucionar.
Cuando vivimos en negación y confundimos los mensajes, se vuelve nuestra meta la de hacer que nuestros hijos puedan hacer algo como todos los demás. Y es que sin darnos cuenta nuestra meta es demostrar que son como todos porque estamos siendo manipulados por el mundo. Pero cuando aceptamos con amor y fe, un nuevo mundo se abre ante nuestros ojos y vivimos una vida de satisfacción continua porque podemos ver progreso constante y nos carga de orgullo y alegría ver a nuestros hijos crecer y lograr cosas con sus propias habilidades y a su propio ritmo. Aceptamos los errores y los tropiezos con agradecimiento y entendemos que aunque la vida nunca será como la imaginamos, hay maneras diferentes de alcanzar la felicidad y vivir en armonía.
Cuando soltamos lo que “debe ser” para aceptar con amor y fe lo que es, renacemos en el amor y la promesa de que todos somos perfectos en nuestras imperfecciones.
Cuando renunciamos a nuestros prejuicios y en vez de usar la palabra de Dios para excluir, juzgar y limitar a otros, la abrazamos en nuestro corazón para aceptarnos los unos a los otros como hijos de Dios y tratarnos como hermanos, el mundo es un lugar mejor para todos.
Cuando invertimos amor y fe en nosotros mismos como padres para tener amor y así criar hijos amorosos y felices que se aceptan a si mismos porque se sienten amados y aceptados siendo ellos mismos, mandamos a la vida hijos seguros que no necesitan la aprobación de otros para sentirse dignos. Así construimos un mundo mejor y más diverso. Uno en el cual entendemos que nadie tiene la verdad absoluta y en el que todos en nuestras diferencias tenemos derecho a ser, a existir y a aprender siempre y cuando vivamos con respeto, con empatía e integridad.