El 16 de enero de cada año se celebra en los Estados Unidos el día de Martin Luther King Jr., uno de los activistas y pacifistas más conocidos y recordados por su lucha incasable por la igualdad desde la empatía y el reconocimiento del valor de todo ser humano. Lo más loable de este hombre fue su lucha sin violencia aún cuando irónicamente fue asesinado y víctima de ella. Pero relacionando esta introducción con este artículo y el título de esta publicación, Luther King Jr. es el autor de una de mis frases favoritas y una de esas poderosas que ha guiado mi vida como madre de dos hijos con síndrome de Down, “Debemos aceptar desilusión finita, pero nunca renunciar a la esperanza infinita.”
Tenemos que vivir esta experiencia desde la aceptación plena y la objetividad en un mundo donde la objetividad para la mayor parte, es sinónimo de supremacia, capacitismo, y prejuicio. Sería lindo que la vida fuera todo magia y sonrisas como se ve en las redes, pero para sentir la magia hay que caminar hacia la activación y renunciar a la victimización. Para sonreír, primero hay que llorar, y para transformar el mundo, hay que levantarse, hablar y luchar.
También es cierto que no todo el mundo tiene las condiciones ni las circunstancias ideales para hacerlo posible, pero si hablamos de inclusión y diversidad como la pieza clave de nuestra prédica, también entenderemos que no se trata de que todos hagamos lo mismos, sino de que todos desde nuestras fortalezas nos complementemos para hacer lo mejor posible. Y en vez de ser la madre o el padre que rechaza la inclusión porque no puedo hacerla posible para sus hijos por el motivo que sea, ser la que reconoce que no es que la inclusión no funciona sino que son las carencias sistémicas las que la siguen limitando resultado de todos esos prejuicios tan arraigos que reinan en nuestra sociedad que nos han enseñado a creer que algunos no pertenecen y por tanto tienen que ser aislados, o peor aún, no tienen ni siquiera derecho a intentarlo porque con sólo mirar sus rostros ya hemos definido lo que pueden o no.
Tenemos que vivir fortaleciéndonos cada día como individuos para no poner en nuestros hijos la responsabilidad de hacernos fuertes.
Tenemos que vivir con hambre de conocimiento para no esperar que sean nuestro hijos los que vengan a enseñarnos cuando en realidad es nuestra responsabilidad enseñarles a ellos. Y en vez de dejar de idealizar la falta de oportunidades como una bendición que los hace inocentes por siempre, unirnos para exigir su derecho elemental a ser educados como cualquier niño, y protegidos bajo la ley como toda persona con discapacidad para que esa educación sea individualizada, adaptada y modificada como sea necesario.
Tenemos que entender que muchas de las personas en las que más confiamos y más amamos, puede que nos desilusionen en este camino, porque al igual que nosotros, no están libre de prejuicios ni de tropiezos en el camino de re-aprender. Muchos crecerán junto a nosotros y muchos se quedarán atrás. Y aún así, jamás debemos perder la fe.
Tenemos que ser conscientes de que las desilusiones y las decepciones serán finitas porque con nuestra fé infinita las transformaremos en oportunidades por amor y devoción a nuestros hijos. Y el camino no será fácil, pero como siempre digo, valdrá la pena por una simple razón: en el proceso de estarás cambiando a ti mismo, y cuando tu cambies, todo se transformará alrededor porque verás con otros ojos y la fé será tu guía.